El médico le había recomendado mil veces que no volviera a probar el agua, pero Juan, pasando por alto todas las advertencias, siguió probándola hasta que finalmente se le prohibió.
A Juan le hubiese gustado conocer a sus nietos, aunque no tuviese hijos, aún. Deseaba al igual que muchos, llegar a los ciento veinte años como últimamente estaba pasando, pero ¿sin agua? –se preguntaba- ¿sería eso posible viviendo sin agua? Este pensamiento inundaba la cabeza de Juan en forma de lluvias insaciables, llenando ríos, lagos y mares finitos que acababan muriendo con enormes cascadas. Nunca antes había dado tanta importancia al agua, hasta ese entonces.
A punto de alcanzar la locura, Juan se levantó, se dirigió al primer grifo y lo abrió. Pensó que ver fluir el agua apaciguaría la bestia sedienta que crecía en su interior. Y allí se encontraba ahora, observante, frente a un grifo emergiendo constantemente un agua sin fin. Los minutos se hacía horas, los segundos; años. Y habiendo pasado un lustro, de entre las cejas brotó una gota de sudor terminando su desliz en la punta de su nariz. Esta, indecisa, finalmente cayó empapando los labios de Juan que la degustaron con mucho placer, pero tan salada la notaron, que a Juan le entró sed.
Teniendo el grifo abierto y viendo el despilfarro de agua Juan cedió. Se amorró inconsciente de sus actos, o tal vez no tanto. Uno, dos, y hasta tres tragos engulló del grifo. Tan salvaje era su ansia por el agua que la laringe, absorta de tanta emoción, dejo de hacer su función. Juan ya no bebía solo agua, también respiraba agua. No pasaron en vano las advertencias de su médico cuando notó, saciada la sed, que había muerto.
Acabo de entrar en mi cuarto, que es un desván, porque soy un pobre bohemio, cuando he visto que la claraboya estaba rota. El frío ha inundado el minúsculo habitáculo que tengo por casa y dudo que marche antes de que salga el sol. Acompañando al frío de la mano ha entrado también una rata, y como no podía dormirme hemos empezado a charlar. Finalmente nos hemos hecho amigos, y aunque el frío no se vaya, no sabéis lo bien calentito que estás cuando tienes en el pecho una rata acurrucada.
Aquella mañana un joven escritor tenía muchas historias por contar, subió por las escaleras de su pequeña y humilde casa, maldiciendo que al bajar tropezara con un eslabón que andaba suelto Su cabeza dio con un escalón que le abrió el cráneo y todas aquellas palabras revueltas no escritas salieron por la brecha. Un gran río de palabras, frases, títulos y nombres de posibles personajes no bien definidos, tropezaban entre sí derramándose por el frío suelo. Fue un lago de palabras quien colocó el punto y final a unas historias jamás contadas.
Me acuerdo que me dirigí hacía la puerta atravesando el pasillo, y desde la pequeña ventana pude ver que te girabas mientras el pomo de la puerta rodaba. Podría haber salido, preguntar tu nombre, y cual es tu camino. Parecías nerviosa ¿Hay algún lobo que te persigue muchacha?
Y empezaste a correr por el camino que sale del bosque. Cometiste el error de echar la mirada hacía atrás y tropezaste con aquella rama. Baje un escalón y luego otro. Tú en el suelo llorabas, ¿Por qué? ¿Acaso, hay algún lobo que te persigue? Baje por fin el tercer y último escalón, y toque tierra, clavando mis garras en la húmeda hierba de la mañana.
Publicado: Ojos Verdes Ediciones
Cuentos oscuros – 2016
1er Premio «Premis 25 d’Abril», Dénia. 2014
Era el año 1804 cuando Napoleón había instaurado su imperio en Europa por consejo de Joseph Fouché, y ajeno a estos transcendentales momentos históricos se encontraba Jean rebuscando entre los libros que poseía su padre en su biblioteca personal de su despacho. Su búsqueda para encontrar algo nuevo para leer llegaba a ser incluso ansiosa por la cantidad de obras amontonadas en incontables estanterías. La gran mayoría trataban sobre temas geográficos o eran novelas históricas que tanto le apasionaban. En un rincón casi imperceptible y en lo más alto, encontró un pequeño manuscrito disimulado que se había desgastado por el paso ineludible del tiempo. No tenía título oficial ni fecha alguna para catalogarlo, pero una pequeña firma identificaba al autor de las anotaciones que se encontraban escritas en él. El nombre no le podía ser más familiar, “La Roche, Jean Louis Lasserre”, el mismo que le había puesto su padre en honor a su abuelo.
El joven Jean ya había oído hablar de su abuelo y sus continuos viajes a extraños lugares que con el paso de los años llegaron a trastornarle obsesivamente. Jean, intrigado por la lectura de este libro misterioso, empezó a ojearlo emocionadamente. Al paso de las páginas, el libro dejó caer un pequeño mapa doblado dibujado y con algunas anotaciones, que parecía indicar un lugar y un camino.
El libro hablaba de un pequeño poblado de no más de 70 habitantes, donde las personas y la naturaleza convivían en perfecta armonía sin causarse daños, donde el tiempo parecía no avanzar, donde las raíces de los árboles eran profundas y donde el sol, atravesando gran cantidad de ramas, lograba emanar con luz clara y fresca, salvo en una pequeña zona del bosque donde no había ni luz, ni calor, ni vida, según describía el abuelo escritor de Jean.
Al cabo de unas cuantas semanas, Jean tenía que viajar a Portugal para encontrarse con sus tíos, conocidos en el pueblo por su mediana riqueza y el derroche de dinero en absurdas fiestas. La verdad es que Jean no los aguantaba demasiado y nunca sabía de qué hablar con ellos pues, a pesar de su estatus, carecían de cierta cultura y aún más de principios. Muchas veces solía decir de ellos que eran como “unos cerdos mal educados con título de nobleza”. De no haber heredado la fortuna de su tío abuelo, estarían todavía buscando un puente donde cobijarse bajo el mismo. Llegó el día de partir hacia Portugal, pero en su equipaje no llevaría libros, textos y papelorios, como era su costumbre en sus viajes, sino que cargaría con prendas calientes, un par de botas ligeras para moverse por el campo, y una pequeña petaca para aprovisionarse de agua.
Jean se despidió de sus padres y de Lorianne, su futura bella y esposa, así como de su primo Constantin, a quien quería como a un hermano. El cochero con un correazo dio por finalizado las despedidas y salieron disparados de la finca al galope de los caballos. No pasó mucho tiempo desde que habían partido para que Jean saltase por la ventana para aposentarse junto al cochero, este, asustado, hizo parar inmediatamente la marcha de los caballos provocando la caída del intruso hacía delante,esto supuso un encontronazo facial con la farola del carruaje. El resultado fue que le dejó el labio partido y sangrando abundantemente. Thomas, el cochero, que conocía a Jean desde que este dio sus primeros pasos, le ofreció un pañuelo para interrumpir la hemorragia. Jean aprovechó el momento para sacar de un bolsillo de su chaqueta el mapa que había tenido el cuidado de tomar consigo, y que señaló al cochero.
“Thomas –le dijo señalando con el dedo un circulo dibujado por su abuelo-, ¿usted me haría el favor de acercarme hasta este punto llamado Bastogne, pero no le diga nada a mis padres sobre este asunto. Desde que he cumplido los 26 años, están siendo muy insistentes con lo de mi casamiento con Lorianne. Creo que me merezco un pequeño viajecito en solitario antes de un compromiso tan trascendental”. Dicho esto se sentó y se mantuvo silencioso. Thomas, a pesar de haber estado atento a todo lo indicado, no dijo palabra alguna.
Cuando, por fin, el camino se dividía hacía la frontera de España por el Sur y al Ducado de Luxemburgo hacia el Norte, Thomas dio un giro brusco hacia esta última dirección soltando una gran carcajada contagiosa que apresó a Jean. Sin embargo la risa no duró mucho tiempo puesto que a tan solo unos 100 metros, se encontraron con un socavón que provocó que una de las ruedas traseras se saliera de su eje. Mientras Thomas observaba los daños producidos esperando que no hubiese quebrado nada del carruaje, Jean recuperó la rueda que había salido expulsada al interior de un pequeño riachuelo paralelo al camino durante un par de kilómetros hasta llegar al Puente de la Marquesa. Después de unos tres cuartos de hora de arreglos, Thomas, con las manos ennegrecidas por la grasa, y Jean todavía mojado en su excursión al arroyo, continuaron viaje con una renovada carcajada.
El viaje estaba siendo largo por diversas paradas realizadas durante el mismo. Al cabo de unas semanas, después de haber pasado por Charleville y cruzar la frontera entre Francia y el Ducado de Luxemburgo, decidieron pasar la noche en una hospedería de la pequeña ciudad de Chiny. Jean estaba sintiendo que, de algún modo, se le estaban pasando esas ganas de aventura que le llevaron a emprender este viaje, pero teniendo en cuenta que estaban a menos de dos días para llegar al destino, se volvió a animar.
Thomas, por su carácter, no era muy dado al habla, pero esto no impidió que durante el viaje pudieran tener algunas interesantes conversaciones, además de intercambiar algunos chistes y bromas que amenizaron partes del recorrido. El cochero, muy prudente o nada amigo de la vida aventurera, repetía a menudo que aún estaban a tiempo para dar media vuelta y volver a casa, pero Jean persistía en continuar.
A primera hora de la mañana siguiente, tras una descansada noche, pusieron rumbo al municipio de Estonge, y el viaje fue aburrido hasta caer la tarde. Faltaba poco para la caída de la noche, un extraño y pesado silencio inundaba todo el entorno con una inmensa presión. Solo el trote ligero de los caballos sobre el suelo húmedo conseguía romper tan angustiosa calma. Cuando la noche ya había caído sobre el paisaje y las luces de la ciudad denunciaban que se encontraba cerca la misma, Jean entró en el carruaje y ojeó el mapa con ayuda de una vela. Al cabo de un rato sacó la cabeza por la ventana y le dijo a Thomas que no era necesario atravesar la ciudad, puesto que localizó un pequeño desvío a la izquierda del camino, unos pocos metros antes de las puertas de Estonge. Thomas siguió las órdenes sin comentario y giró en el punto que le había indicado Jean. Una hora y media después de haber emprendido el atajo que permitía rodear la ciudad, se adentraron por un bosque que a primera vista no tenía nada de especial, pero conforme iban profundizando hacía el corazón del mismo, tenían la sensación de que crecía cada vez más.
“Jean -dijo el cochero-, veo unas pequeñas luces a unos cuantos metros y será mejor que pasamos la noche ahí”. Llegaron enseguida a donde brillaban las luces, encontrándose en mitad de lo que antaño era un pueblo para hospedar a los comerciantes de paso, pero que se había quedado en un pueblo pequeño con muy poca actividad en su única calle principal. El único albergue que había sobrevivido era una posada llamada “Le Pome” construida con piedras planas y maderas que ya empezaba a deteriorarse por culpa de la humedad del lugar. El edificio se alzaba a una altura de dos pisos, siendo la construcción más alta, tan solo superada por una estrecha torre de piedra prácticamente en ruina y que amenazaba una caída segura, pero nada previsible.
Thomas llevó el carruaje hasta el establo donde pudo abastecer a los caballos con algo de paja y agua recogida de las abundantes lluvias de la zona.
La mañana siguiente amaneció inusualmente fría por la época del año. Jean y Thomas se dispusieron a continuar la marcha sin antes pedir un buen desayuno antes de despedirse. El hostelero no pudo evitar oír parte de la conversión de sus huéspedes mientras recogía los restos de comida, y no dudó en advertirles sin pedir permiso.
“Caballeros, como observo que ustedes no son de estas tierras, me obliga a decirles que más allá de ese camino no encontraran nada, sino un gran laberinto de sendas que no tienen destino alguno”.
Jean se quedó pensativo y volvió a examinar determinadamente el mapa. Tras guardarlo de nuevo, pagaron al hostelero y salieron sin siquiera agradecer el consejo. Una vez en la calle, y dirigiéndose a Thomas, le dijo. “Thomas, como ya había supuesto por las anotaciones de mi abuelo, será mejor que en este punto del viaje mi única compañía será mi propia sombra. Aunque dudo incluso de ello” añadió al mirar el aspecto del cielo.
Thomas sabía que Jean le estaba invitando a volver solo por el camino que les había llevado hasta aquí. Y por mucho que le doliese dejar a su entrañable amigo solo en este oscuro lugar, no se hizo implorar y abrazó calurosamente a Jean.
“Recuerda que nadie debe enterarse de donde me has llevado -le dijo por último-, y de nuevo muchas gracias por todo mi querido y fiel Thomas”. Y tras darle otro apretón de mano, prosiguió viaje a pie con el equipaje en mano.
El camino se reducía visiblemente por momentos mientras se adentraba en el interior del bosque de aspecto hostil. Pasaron varias horas sin ver el momento de culminar su andadura y la posibilidad de haberse perdido le invadió la mente llenándole de inseguridad. La senda era un continuo zigzagueo, y no había manera de adivinar el rumbo que estaba siguiendo. Cada árbol se parecía al anterior y pensaba que acabaría trastornándose y muriendo entre esta espesa arboleda. No mucho antes de que fuese mediodía, pudo escuchar un riachuelo que fluía un poco más adelante y que se le unió en paralelo al cabo de unos metros. El camino empezó a descender y el río cada vez se ubicaba algo más bajo en su precipitación. La diferencia de nivel entre ambos iba aumentando hasta que fue de unos 10 metros.
Aprovechando una raíz llena de musgo que asomaba, Jean aprovechó para sentarse y descansar quedando de espalda al río. Mientras se secaba las gotas de sudor de su rostro, una bestia apareció de pronto y a gran velocidad, dirigiéndose hacia Jean que cayó al fondo al río del sobresalto. Empapado y sorprendido, no sabía aún si creer en lo que acababa de sucederle. Solo se le ocurrió correr sin girarse ni un segundo por la orilla derecha del riachuelo hasta que las fuerzas empezaron a flaquear. No tuvo más remedio que sentarse de nuevo para recuperar el aliento, y tembloroso dejó caer la cabeza hacia atrás cuando observó algo que no cuadraba en ese entorno natural. Se levantó para observar de cerca y descubrió lo que parecían ser las ruinas de un puente de piedra que antaño cruzaba el río. Lo cruzó apoyándose en los pedruscos caídos y que seguían siendo útiles para el propósito al cual fueron utilizados, y prosiguió camino el que empezaba a ser impracticable. No tardó mucho en darse cuenta de que cada vez el bosque se erguía mas altos y los tallos de sus árboles eran más gruesos.
Tropezando con una raíz que parecía haber emergido de ninguna parte, perdió el equilibrio y cayó rodando por una cuesta bastante pronunciada que disimulaba la espesa vegetación. Cuando alcanzó el final de la pendiente tras chocar con piedras y troncos muertos, observó que se encontraba un pueblecito habitado, cuyas casas de piedra estaban envueltas por grandes raíces que parecían protegerlas de la vista de los curiosos. Los pueblerinos se quedaron algo asustados al ver este joven aparecer con las ropas sucias y rotas. Jean estaba todavía más sorprendido que ellos y no sabía qué hacer ni decir en estos momentos. Alguien se acercó a él y con una sonrisa que le cruzaba la cara de oreja a oreja le dijo. “¡Levántate! Pues el suelo esta mojado y tu caída ha sido muy leve. Mi nombre es Evans ¿quién eres y que haces por aquí?” Jean se presentó y contó que se encontraba perdido en este bosque. Se reservó decir nada acerca de sus motivos que lo llevaron ahí, pues estaba muy inseguro y con miedo, aunque él inspiraba mayor temor a sus nuevos acompañantes. Evans tranquilizó a la gente que continuó con lo que estaba haciendo con tranquilidad. Evans le tomó el equipaje y con amable simpatía le dijo que durmiese en su casa. Tras dejar la maleta todavía mojada en el suelo de madera de su habitación, salió al comedor y preguntó a su anfitrión.
“¿Y estas casas en medio del bosque?”
Esto hizo sonreír a Evans que le contestó
“Nosotros protegemos a los árboles y ellos nos protegen”.
Evans parecía distinto al resto del pueblo, pues transmitía más simpatía y era muy hablador. En cambio los demás, aun siendo muy amables y bondadosos, eran algo más reservados y desconfiados.
Evans le invitó a salir y seguirle, y ante la duda de Jean, le dijo que le llevaría ante aquel que mayor autoridad tenía de toda la aldea, aunque no hacia falta ninguna ley por la armonía que prevalecía entre sus habitantes. Llegaron ante un edificio donde una roca puntiaguda sobresalía de la tierra y le daba una cierta distinción. Evans preguntó por un tal Jacques que estaba en su pequeña huerta en la parte trasera de la casa. Dirigiéndose a él le dijo.
“Jacques, te he traído a Jean, es el extranjero extraviado y me gustaría enseñarle el poblado”.
Jean estrechó la mano de Jacques, y este se quedó perplejo al verlo.
“Encantado de conocerle -le dijo a Jean-. Pero tengo la extraña sensación que te he visto en alguna parte antes”.
Le rogó a Evans que le enseñase todos los rincones del lugar y se despidió de ellos. Jean pudo visitar cada casa con sus pequeños huertos, y les fueron presentados varios personajes de la población. Lo que llamó poderosamente la atención de Jean era el hecho de que todavía no se había cruzado ni con niños ni con personas ancianas. Aquí todos aparentaban tener entre 30 y 40 años. Jean se atrevió a preguntar por este hecho singular, pero Evans hizo como si no hubiese escuchado la pregunta. Al cabo de dos semanas la gente del pueblo ya se había familiarizado con Jean y viceversa. Una tarde quiso dar una vuelta por los alrededores del pueblo, pero al carecer de sendas intentaba no perder de vista el pueblo para no desorientarse. Escuchó unos pasos y gruñidos y vio que un jabalí de gran tamaño venía hacia él y que le dejó paralizado. Cuando faltaba menos de dos metros para ser alcanzado por la bestia, cerró los ojos preparándose para lo peor. De repente se escuchó un silbido, seguido de un gruñido y un golpe seco en el suelo. Cuando abrió los ojos fue para descubrir que el jabalí yacía muerto en el suelo, atravesado por un cuchillo de acero hundido en pleno corazón. Ante su sorpresa un hombre encapuchado apareció y se acercó al jabalí. Se levantó la capucha para dejar ver que tenía algo de barba y pelo castaño oscuro. Sin mirar al chico que seguía tremolando, cargó el jabalí sobre sus hombros, y antes de marcharse alzó la mirada sobre Jean y le miró fijamente como buscando identificar algo. Gruñó y se fue tal como había venido. Jean le dio las gracias desde lejos, pero un nuevo gruñido fue su única respuesta. Al volver al poblado, Jean contó lo ocurrido a Evans. Este le aclaró que el misterioso hombre se llamaba Laurent y que vivía en las afueras del pueblo junto a la fuente donde se abastecen de agua. No solía hablar con nadie y evitaba las compañías.
A la mañana siguiente Jean observó como dos mujeres venían con unos cubos por una senda que no había visto antes. La curiosidad le comía y quiso ver a dónde le llevaría este nuevo camino. Después de andar un rato, atravesó un puente excepcional hecho únicamente de raíces entrelazadas de dos árboles que guardaban su paso. Al cruzarlo vio una escalera de piedra que Jean utilizó. Al final de la misma se encontró con una casa, pero sin raíces cubriéndola como las demás. A su derecha una preciosa pequeña cascada emergía del corazón de una roza para caer dentro de una pequeña balsa. Al acercarse se encontró con Laurent que le metió en casa. Jean empezaba a asustarse y temía que su curiosidad le iba a suponer algún disgusto. Desde las escaleras vio bajar un hombre de edad más avanzada de lo acostumbrado. Parecía superar escasamente los 50 años y Laurent le dijo.
“Este es el chico, señor”.
Se metió en la cocina para preparar unas bebidas calientes. El hombre se sentó e invitó a Jean que hiciera lo mismo.
“Tú debes de ser Jean”.
“Ese soy, señor – contestó- ¿y usted quien es?”
En este momento apareció Laurent con una bandeja y tres tazas.
“Yo me llamo Jean Louis Lasserre, y te devuelvo el mapa que perdiste cuando rodabas por la colina”.
Jean se quedó sin habla y no podía explicarse casi nada de lo que estaba ocurriendo. No podía creer lo que acababa de escuchar.
“Deja que te lo explique -dijo el hombre, que decía ser su abuelo-, cuando llegué al pequeño palacete de la familia Lasserre, le tuve que contar a tu abuela acerca de este lugar desconectado totalmente de la civilización y donde la gente puede vivir eternamente. Pero ella me dio por loco y que dicho mundo se encontraba únicamente en mi mente enferma. Pero yo sabía lo que había visto, y tras sufrir el rechazo y ser tratado como un chiflado, decidí fingir mi propia muerte en uno de mis viajes por mar. Pero antes de ello, decidí dejar un último testimonio en aquella estantería que descubriste, y veo que acerté en hacerlo.
“¿Pero como es posible que tu aspecto es el de alguien más joven que tu edad?” preguntó Jean cada vez más confuso.
Su abuelo le miró atentamente, suspiro y se acercó a una de las ventanas.
“Ves esa cascada de aguas tranquilas. Nadie sabe de donde viene, y se pierde a los pocos metros de nacer, pero la razón de que no las cosas no envejezcan en este lugar es por su causa”.
L’altre dia vaig enviar el meu cor en una carta. A propòsit, vaig escriure una direcció inventada i en el remitent, en cas de ser retornada, estava posada la direcció correcta de la persona a qui li l’enviava.
Aquest pensament previ a traure’m el cor em tranquil·litzava mentre, amb el bisturí com ploma en mà, posava verdadera atenció en tan complexa operació. Primer, retallar la pell. Després, obrir el pit. Ara aparto una vena y vaig amb compte de no tocar el nervi; el cor deu continuar batejant. Ara una coma, ara una altra, i pense, el poc ús i profit que li he donat a aquest òrgan tan apreciat pels seus propietaris i al mateix temps, tan menyspreat pels nous.
Tinc la por que la sang faça dificultosa la comprensió de les meues paraules. I, encara que em vaig assegurar de què no hi haguera massa al mateix temps que la vaig fer lliscar per la bústia, un mai sap el recorregut que aquesta tindrà, els colps que rebrà, les temperatures que patirà i les mans que la manotejaran. De totes maneres, durant tot aquest temps m’he preguntat molt de sovint fins a quin punt tot açò té mera importància, si és preferible unes lletres amb sang, o una sang sense comprensió. No he arribat a la resposta, però estic prou segur que aquesta es troba en un punt entremig. I patisc que la resposta sempre espitgi mes cap a un costat que cap a l’altre.
L’operació, com ja te n’hauràs adonat, va ser tot un èxit. Però degut la meua inseguretat vaig llepar el sobre dues vegades. Sense voler, a la segona llepà, m’emporta el pegament encarregat de tancar la carta. No va haver més remei que anar en cerca d’un altre pegament però poder finalitzar el meu treball, però cap dels que tenia a casa va acabar de funcionar. Finalment ho vaig resoldre, precintant la carta amb un petó.